Bruno Santamaría regala con Margarita (2016) una confrontación fascinada y amorosa por igual, con una persona que a ratos se olvida de que lo es para convertirse en el personaje que alguna vez fue.
Por: Ignacio Torres – Colaborador
Lo primero que presenta Bruno Santamaría a sus espectadorxs es su voz y la de su protagonista. La pantalla en negro vibra con un diálogo interrumpido a intervalos irregulares que va develando, poco a poco, la imagen de quien habla. La presencia del joven director es constante, tanto a cuadro como fuera de él, sin embargo, no es invasiva ni por afán de protagonismo, sino una suerte de guía, de necesario co-protagonista de un filme que, de cierta manera, reafirma lo que otra cámara, más de tres décadas atrás, habría vaticinado.
Margarita, protagonista del documental homónimo, se muestra reticente, argumenta y contraargumenta, es inteligente, inquisitiva, a veces se molesta, pero siempre retoma el diálogo con ese joven de barbas rubias que le ofrece su atención. Algo que hace mucho perdió, no sólo de su entorno inmediato, sino del mundo en general. Pese a la duda inicial, se atestigua una complicidad forjada con peróxido, pastel y mezcal en un diálogo de poesía descarnada, sin adornos, sobre el paso del tiempo y cómo esto cambia la faz de lo que fue para develar lo esencial.
“Tienes una cara y te haces otra”, le dijeron a Margarita hace mucho, cuando se llamó Vania, y es algo que sigue haciendo. Constantemente se muestra la conciencia que tiene de su apariencia y de su higiene, lo mismo se le ve lavándose la boca que dibujándose las cejas o pintándose los labios. Hace años que vive en la calle pero no ha perdido las costumbres de una juventud marcada por las certezas que da una familia de posibilidades económicas.
Entre cigarro y cigarro, con todas las colillas manchadas de labial rojo antiguo, habla de dignidad, derechos, libertad y la maldad de los hombres, no hay tema que se le escape puesto que los ha vivido todos. Bruno y Margarita comparten la noche que es una confrontación cómplice y amorosa de formas de vivir para las que, en diferente forma, la casa es sinónimo de felicidad, pero también un paraíso largamente abandonado. Bruno tiene casa pero, ¿es feliz? Margarita, con su valentía y determinación, se esfuerza en serlo, aunque no haya retornado a casa.
Los labios de Margarita, pintados en forma de una eme roja y arrugada, oscilan entre la fantasía y la lucidez (o lo que se entiende por ello) y terminan por confrontar no solo a su interlocutor inmediato sino a quienes atestigüen su historia en la pantalla. Hoy, que lo importante es mostrar 一por todos los medios posibles一 lo que se tiene, lo material, la voz dulce de Margarita se convierte en una referencia que podría decir: hay un punto en que lo que se tiene es suficiente, ¿puedes verlo?
Al parecer, nunca necesitó mucho. Al menos eso puede entreverse (con los ojos de la distancia) en un pasaje de su juventud que puede revivirse una y otra vez. Ese pasado perdido es una película en la que actuó Margarita, transfigurada en Eva para vivir un amor confuso en una casa de la que solo quedan las paredes y el recuerdo, ¿acaso un vaticinio de lo que vendría después?
En una de esas paredes viejas y descascaradas, la joven Margarita o Vania o Eva, dibuja con tiza un sol psicodélico de rayos rojos ondulantes que deslumbran a los ojos, pequeños y redonditos, de quien los traza. El sol abrasador se torna en un abrazo que se sella, nuevamente bajo el manto del fade to black, con una invitación a desayunar quesadillas y a seguir con una charla de amistad íntima, escucha activa y valentía desafiante.
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Imágenes: Cortesía de Bruno Santamaría, Chilango
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